Generalmente designamos a como TDH o TDAH a un conjunto de cuadros sintomáticos y de comportamiento que poco tienen que ver unos con otros, que desestructuran a la persona que los sufre y que generalmente lleva asociada una feroz falta de autoestima que convierte al individuo en un ser tremendamente infeliz, unas veces rebelde ante lo que la vida le presenta, y otras veces depresivo ante lo mismo sin ninguna motivación hacia las actividades que le ofrece su existencia.
Por suerte para la mayoría de los que estamos leyendo este artículo, hace unos años no se diagnosticaban estas «dolencias», porque si nos aplicásemos las baterías de diagnosis de estos «trastornos» cognitivos y de comportamiento, veríamos que gran parte de nosotros, podríamos estar «marcados» con este moderno mal.
Si además nos dicen que tiene una importante carga genética aunque, al igual que en el estrabismo, muchas veces no somos capaces de localizar por ningún lado, sentiríamos que tenemos poco que hacer en el asunto y que sólo nos queda asumir el porvenir y confiar en el tratamiento paliativo del mal que en muchas ocasiones consiste en matar mosquitos a cañonazos
En ese sentido, juega mucho más la epigenética, que nos dice que en nuestras células y su reacción tiene mucho más peso el entorno que lo programado, y es más, que el entorno programa nuestro código y eso hace que evolucionemos en un sentido y no en otro, lo que es más coherente que la teoría que marca que los cambios evolutivos se producen al azar.
Como decíamos, cuando nos encontramos con niños con TDH o TDAH, estamos etiquetando unas consecuencias que exteriorizan los niños y que, por un lado, tienen mucho más que ver con los estímulos que les está presentando nuestra frenética sociedad de consumo y por otro, con una forma de reaccionar propia de algunas tipologías de personalidad que no considera adecuadas nuestro sistema.
Si empezamos a tener en cuenta que no todos reacionamos igual a todos los estímulos, y también a que existen distintos tipos de inteligencias aparte de las tradicionalmente aceptadas, como la lógico-matemática y la lingüístico-verbal, empezaremos a vislumbrar que estos denominados trastornos no son más que etiquetas que ponemos a aquellos que no responden según el patrón esperado y que nos dificultan el proceso de uniformización que nuestra sociedad exige.
Porque debemos entender que existen otras inteligencias como la Kinestésica, y si no, que se lo pregunten a Rafael Nadal, la Musical pero como no podemos preguntar a Mozart, se lo preguntaremos a Prince, la Interpersonal de la que nos podría haber hablado J.F. Kennedy, la Intrapersonal de la que nos podría dar referencias Gurdjieff, etc.
Además, si a eso sumamos que existen patrones de personalidad diferentes como personalidades Impulsivas (Biliosos), Reflexivas (Sanguíneos), Emotivas (Linfáticos) y Operativas (Nerviosos) , vemos que el asunto se nos empieza a complicar bastante y no es todo tan uniforme como nos lo plantean y es posible que ese «desatre de chico» no lo sea tanto sino que simplemente estamos esperando recoger pera de un olmo.
Lo que sí está claro es que no hay ninguna mejor o peor que las otras, simplemente son diferentes y cada una con facultades específicas que sirven para lo que sirven y no para otra cosa.
Igual de desastroso sería meter como bibliotecario a una persona «impulsiva» que necesita movimiento, improvisación, riesgo y espacios abiertos que poner de Corredor de Bolsa a un «operativo» que necesita planificación, seguridad y orden. En el primero de los casos la biblioteca tendría muchas posibilidades de colapsarse por descontrol y el impulsivo acabaría de baja laboral por depresión.
En el segundo el riesgo de pérdidas de los inversores que hubieran sido asignados a ese «Broker» sería altísimo, por no hablar del elevado número de probabilidades de que este señor sufriese algún tipo de baja por stress o por infarto.
La situación cambiaría considerablemente a mejor si se cambiaran los papeles y pusiésemos al impulsivo como «Broker» y al operativo como bibliotecario, ahí cada uno estaría en un trabajo que encajaría con su tipología de personalidad y mucho más cerca de su vocación.
Por ese motivo es de vital importancia que seamos capaces de descubrir qué tendencia predomina en la personalidad de nuestro hijo de todas estas tipologías. Siempre teniendo en cuenta que nadie tiene una tipología pura, sino que nuestra personalidad se compone por una mezcla irrepetible de todos estos matices que hacen de nosotros una persona única, de la misma forma que sólo siete notas componen todas las músicas que han sido, son y serán.
Las personalidades impulsivas y extrovertidas son las que más suelen encajar en estos trastornos, porque chocan con un sistema educativo de corte prusiano que se diseñó para formar obreros en plena Revolución Industrial, obreros que deberían rendir eficientemente en un trabajo rutinario y con una jornada laboral marcada marcialmente.
En este ambiente, una personalidad impulsiva tiene serios problemas de adaptación porque son personalidades más intuitivas y dispuestas para la acción, pero para una acción no tan planificada ni estructurada. ¡Qué mal lo habrían pasado Alejandro Magno o el Cid Campeador si les hubiesen pasado las baterías de diagnosis! Probablemente no habrían hecho nada relevante a nivel histórico porque les habrían destruido la autoestima.
Por todas estas razones, resulta fundamental determinar el tipo de inteligencia principal que utilizan nuestros hijos y su tendencia de personalidad si queremos ayudarles a mantener en ellos una autoestima alta que pueda dar en el futuro los frutos para los que les ha dotado la naturaleza.